Los milagros son cambios en la percepción
No sabía su nombre, el rostro se esfumaba y su aroma
me abrazó amorosamente.
Era la madre del pequeño angustiado,
quizás la mía también
o la de todos aquellos que quedaron solos alguna vez.
Donde estaban sus brazos, su calor y ternura
todo este tiempo, de desencuentro y abandono de nuestro latir a dúo.
Tenerla es volver a vivir, celebrándola
y soñando acurrucadamente en su falda.
Puerto de calma, descanso y amaneceres.
Luego en la vida de otro morí
y entre agonías incesantes
ella llego para destensar mi cuerpo
y abrirlo de lado a lado,
para que la daga se clavara en el corazón y me llevara por fin.
Teniendo su caricia como la última sensación terrenal
¿o ya era celestial?
Y hubo un tercer día
en que la divinidad le dio la tarea de elegirme
ofrecerme su alma incandescente, tomarme y llevarme a pasear.
Mi ceguera facilito la proyección de ese film multidimensional
que se me ofrecía a un paso de distancia,
antes de sentir su piel, ya sentía su alma generosa que me invitaba al deseo,
tomando su mano y confiando en toda ella.
Correr sin freno, saltar a la nada,
detenerse y que el viento confirmara que eso estaba sucediendo,
el abandono y el extrañarla al segundo
excusa para el abrazo ciego y saberla compañera para andar este viaje.
No la bese, ni acaricie, ni tampoco la abrase,
cuando angelicalmente me condujo a la gruta de savia
que los arboles construyeron para ese momento,
Pero sentí que estaba muy unido a ella
que solos estábamos ahí para demostrarnos
que los milagros existen
y que son sencillamente nuestra despejada manera de mirar
sobre lo que somos, queremos y sentimos.
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